Desde que nací, atado
entre telas, no tuve nunca libertad de movimiento. Durante la escuela y la
formación militar no pude desviarme ni un grado de la perpendicular. Llegó la
invasión en que permanecimos escondidos meses y a ella la siguió la guerra. Estaciones
sucesivas en unas trincheras que no avanzaban ni retrocedían. El único
movimiento permitido era el tiritar de los huesos, involuntario y causado por
el frío, no porque uno quisiera. Ahora que muero por una bala posada en mi corazón,
ahora puedo sentir, por primera vez en mi vida, la libertad. Esa que siempre me
fue arrebatada.
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